La ciudad es mucho más que un
conjunto de objetos aislados que necesitamos conectar; su origen no es la calle
que nos lleva de la casa al trabajo o la escuela, sino el lugar público por
excelencia. Igual como necesitamos un
espacio privado en el que podemos sentirnos refugiados y satisfacer nuestras
necesidades humanas más básicas, necesitamos espacios en los cuales podamos
relacionarnos con nuestros semejantes, con la naturaleza, con el clima. Las redes que conocemos ahora como calles, en
algún momento fueron para los seres humanos; las ciudades en las que el
automóvil no fue concebido como una necesidad, parecen más humanas y más
correctas que las contemporáneas soluciones viales con las que contamos ahora, generamos
más espacios deshumanizados al tiempo que generamos más y más organismos para
la defensa de nuestros derechos como ciudadanos. Somos sin duda incongruentes y generamos
ciudades incongruentes; construimos centros comerciales que parecen ciudades en
lugar de regenerar la ciudad para incorporar comercios, planteamos sistemas de
transporte inteligentes para dar más espacio al vehículo privado sin pensar en
nuestras necesidades de desplazamiento, pensamos en lugares cada vez más
exclusivos que cierran el paso a calles, plazas y playas donde no hay ni
democracia, ni igualdad, ni derechos.
Y ahora que los canales de
distribución han cambiado, la ciudad lo hace también. El desplazamiento de satisfactores e
información que antes requería días y grandes vehículos, se ha reducido
considerablemente. La red imperceptible
de ondas e información ha transformado significativamente nuestras vidas;
tenemos música y cine al alcance de un “click”, podemos trabajar y estudiar desde
casa eliminando la necesidad de desplazarnos, hacemos ejercicio en máquinas
fijas frente a un monitor en movimiento.
El sistema de conexiones que necesitábamos para adquirir nuestros
satisfactores está muriendo y con él, la ciudad. Y frente a esta realidad, ¿seguimos
necesitando ciudades?
Las complejas relaciones humanas
se han resuelto con la frase “wi-fi”. La
mayor parte de espacios de convivencia ahora tienen este incómodo apellido como
parte fundamental de la existencia humana; los restaurantes que antes servían
para encontrarnos con nuestros amigos, platicar nuestras experiencias y
convivir, se han quedado como un conjunto de sillas donde los comensales de la
misma mesa platican a través de celulares y tabletas. En los parques es difícil encontrar una
pelota o un papalote pero muy fácil ver niños jugando con novedosos equipos
electrónicos, donde virtualmente y al alcance de un dedo patean un balón o
luchan contra el viento para no derribar papalotes inexistentes. Los espacios públicos están desapareciendo y
al parecer cada día nos acercamos más a las realidades futuristas que presentan
las películas, seguramente los escritores de “Wall-e” estarán muy orgullosos de
ver como su creación se está volviendo una realidad.
No cabe duda que el cambio en los
canales de distribución es un gran logro de la humanidad, un fenómeno que ha
permitido avances significativos en la democratización de satisfactores e
información al tiempo que ha segregado más a la población de acuerdo a su
educación y poder adquisitivo, armas poderosas en contra de los gobiernos
totalitarios y corruptos. No cabe duda
que la globalización – y el neoliberalismo – no serían posible sin los medios
de distribución y comunicación inalámbricos pero también han producido una
deshumanización terrible y la destrucción paulatina de la ciudad a un nivel que
Jane Jacobs jamás hubiera imaginado en 1961 cuando publicó su obra maestra
“Vida y Muerte de las grandes ciudades”.
¿Cómo humanizar la ciudad a pesar
de la tecnología? No escribo este texto para desincentivar ni para satanizar
las redes inalámbricas, de las que ahora dependemos fuertemente en nuestra vida
personal y laboral, sino con la intención de construir ciudad con ellas y a
pesar de ellas. La ciudad no debemos
entenderla como conexiones sino como vitalidad; no se trata de recorrer una
calle para llegar del punto A al punto B sino de todo lo que podemos hacer en
el trayecto, de la gente que podemos conocer, de las tiendas en las que podemos
consumir, de los parques y obras que podemos contemplar. Se trata de aprovechar la tecnología para
volver a tener tiempo de vivir la ciudad en carne y hueso y no a través de una
pantalla, de contemplar todo lo que nos rodea, de ser ciudadanos y no claves IP
de descarga de información. No queda más
que concluir justo con la frase final de Jane Jacobs:
“Es verdad que las ciudades
inertes y sin vigor suelen contener los gérmenes de su propia destrucción y
poca cosa más. Pero en cambio, las
ciudades de vida intensa, animada y diversa contienen las semillas de su propia
regeneración y tienen la energía suficientes para asumir los problemas y
necesidades ajenos” Jane Jacobs. Vida y
Muerte de las grandes Ciudades. 2011.
JPV
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